El acoso en línea se ha convertido en una nueva frontera de violencia contra mujeres políticas, periodistas y activistas. En América Latina, y especialmente en República Dominicana, esta amenaza silenciosa está redefiniendo el costo de la participación pública femenina.
Por: Pavel De Camps Vargas
“No te atrevas a hablar otra vez, sabemos dónde vives”. El mensaje apareció una madrugada en el buzón de una periodista centroamericana. No era un hecho aislado: cada tuit, cada columna, cada entrevista crítica abría la puerta a una avalancha de insultos, amenazas y campañas de difamación. La violencia digital contra las mujeres en roles públicos se ha convertido en el nuevo campo de batalla donde se juega la democracia y la libertad de expresión en América Latina.
Según la UNESCO y la ICFJ, el 73% de las mujeres periodistas en el mundo ha sufrido violencia en línea. Y lo que ocurre en la esfera digital no se queda allí: en uno de cada cinco casos, la amenaza virtual se traduce en agresiones físicas. La política y el periodismo, históricamente dominados por hombres, han encontrado en las redes sociales un espejo amplificado de la misoginia que resiste a desaparecer.
Un estudio de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) reveló que uno de cada cinco mensajes en redes hacia mujeres públicas es violento. México y Bolivia lideran con cifras alarmantes: cerca del 40% de las interacciones hacia candidatas, diputadas y periodistas son ataques. En otros países, los insultos oscilan entre la burla sexual, la descalificación política y las amenazas de muerte.
La violencia no es casual: se intensifica en periodos electorales y en debates sobre derechos de las mujeres, como ocurrió en Argentina durante la discusión por la legalización del aborto. Allí, una de cada tres mujeres que se expresó públicamente recibió agresiones digitales, muchas con amenazas sexuales explícitas. El objetivo era claro: silenciarlas.
En el caso dominicano, aunque los porcentajes globales son menores que en países vecinos (5.2% de las interacciones hacia mujeres públicas contienen violencia, según SEGIB), la realidad en el terreno es contundente.
Un estudio del Centro de Orientación e Investigación Integral (COIN) reveló que más del 60% de las mujeres dominicanas ha sido víctima de violencia digital alguna vez en su vida. En foros recientes, periodistas y políticas compartieron testimonios que dan rostro a la estadística: campañas de troleo coordinadas, difamaciones en Facebook y X, montajes sexuales para humillarlas o incluso amenazas contra sus familias.
La periodista Marien Aristy Capitan llamó a “romper el aislamiento y unir fuerzas”, recordando que la violencia digital busca, precisamente, dejar a cada mujer sola frente a un enjambre de cuentas agresoras, en la cual denunciaron que 7 de cada 10 mujeres periodistas en el país enfrentan violencia digital, con ataques simbólicos, ofensivas personales y operación de campañas coordinadas de descrédito.
La ex candidata presidencial Virginia Antares, por su parte, señaló la raíz estructural: “El poder económico lo concentran mayormente los hombres; esta violencia refleja esa desigualdad de poder”. Antares relató cómo el acoso digital se intensifica para las mujeres que disputan el poder político. Durante su candidatura presidencial fue blanco de burlas, troleo y mensajes misóginos que intentaban deslegitimar sus propuestas y minimizarla como figura política.
Amnistía Internacional reveló el caso de Nuria Piera una periodista destacada dominicana fue víctima del software de vigilancia Pegasus (de NSO Group) instalado en su teléfono, en el primer caso confirmado de este tipo en el país. Este tipo de ataque no es meramente digital: implica invasión de privacidad, riesgos para su seguridad física y control sobre quién sabe qué hace (y cuándo) la periodista.
En la política legisladoras y candidatas municipales durante los procesos electorales recientes, varias candidatas locales reportaron que sus campañas fueron saboteadas en el espacio digital mediante oleadas de comentarios misóginos en transmisiones en vivo, publicaciones en redes y hasta memes que sexualizaban sus imágenes. Este tipo de violencia simbólica buscaba socavar su legitimidad como candidatas, instalando la idea de que no tenían la capacidad “intelectual ni moral” para gobernar. Otros casos de las funcionarias que impulsan agendas sensibles. Mujeres vinculadas a la promoción de políticas de igualdad o reformas legales han enfrentado en redes amenazas veladas, especialmente cuando promueven temas como educación sexual, derechos reproductivos o inclusión social. El ataque suele tomar forma de mensajes privados intimidatorios (“sabemos dónde vives”, “cuida a tu familia”) o de campañas abiertas en las que se las acusa de “corromper valores nacionales”.
El impacto psicológico es devastador: muchas optan por autocensurarse, moderar sus publicaciones o abandonar las redes. Como resumió la catedrática Cándida Díaz: “Las mujeres nos autocensuramos, y ese es el mayor triunfo de la violencia digital”.
Las consecuencias trascienden lo personal. La violencia digital contra mujeres no es solo un problema de seguridad o salud mental: es un problema democrático. Cada periodista que abandona una investigación, cada activista que cierra su cuenta, cada candidata que desiste de postularse por miedo, empobrece el debate público y debilita la representación femenina.
El acoso digital erosiona la participación, refuerza estereotipos y normaliza la idea de que el espacio público —también el digital— sigue siendo territorio hostil para las mujeres.
El problema, sin embargo, no es insalvable. Varias estrategias emergen en la región:
El acoso digital no es un exceso verbal; es violencia que destruye carreras, debilita democracias y amenaza vidas. En América Latina, y también en República Dominicana, es urgente reconocer que lo digital es tan real como la calle: lo que ocurre en línea tiene consecuencias tangibles. El patrón que emerge en estos casos es claro: la violencia digital no solo agrede a mujeres individualmente, sino que busca expulsarlas del debate público.
La pregunta que queda en el aire es incómoda pero inevitable: ¿queremos sociedades donde las mujeres puedan hablar y liderar sin miedo, o aceptaremos que el espacio digital sea la nueva trinchera del machismo?
Cada voz silenciada es una pérdida para el pluralismo. La respuesta no es solo un deber con las mujeres: es un deber con la democracia misma.
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