El músico, cuyo estilo minimalista y elegante gozó de un enorme éxito popular, ejerció gran influencia en Miles Davis y en los pioneros del ‘hip-hop’
Llevaba casi ocho décadas tocando, pero nunca se sentó al piano dos veces de la misma manera. La imaginación creadora de Ahmad Jamal, esa manera espaciosa, hechizante y minimalista de entender el instrumento con la que hizo historia del jazz durante su edad dorada, se apagó este domingo. Jamal, anteúltimo superviviente entre los más grandes, murió a los 92 años como consecuencia de un cáncer de próstata, según confirmaron su hija y su fiel representante. También contaron que se fue en paz en su casa de Ashley Falls, en la región de los Berkshires, en Massachussets.
Desde allí atendió el pasado mes de noviembre a EL PAÍS en una de sus últimas entrevistas. Durante la charla, lamentó que la pandemia lo hubiese alejado de los dos Steinways que tenía en casa; rara vez los tocaba ya. También hizo gala de una conversación fluida, salpicada de anécdotas, regañinas y consejos (”Rico no te hace lo que tienes en el bolsillo, amigo mío”, dijo, “sino lo que guardas en tu cabeza, la paz mental”), así como de un vivaz interés por las cosas de la vida (y no solo por las del jazz). Habló de cambio climático, de la guerra de Ucrania o de la polarización de la sociedad estadounidense, pero también de Chicago, la ciudad a la que llegó siendo un talentoso muchacho desde su Pittsburgh natal y desde la que deslumbró al mundo con su arte en los años cincuenta, una vez superados los tiempos en los que “trabajaba por 80 centavos la hora instalando cocinas”, y tocaba en sus ratos libres.
Su formato predilecto era el trío de piano, contrabajo y batería, aunque durante los años del éxito también hizo excursiones con el acompañamiento de una orquesta o de un coro de voces, y coqueteó sin prejuicios con el pop o con la música latinoamericana, en álbumes como Macanudo (1963) o canciones como la hipnótica Bogota. Otra de sus querencias fue por las grabaciones en directo. Registró decenas de álbumes en ese contexto, que prefería definir como música “tocada en remoto”.
Tampoco le gustaba la etiqueta de jazz, a la que, desde muy temprano, atribuyó ecos racistas. Solía referirse al estilo más genuinamente americano como “música clásica estadounidense”. “Los únicos productos culturales auténticos de este país son el arte de los nativos y la música clásica estadounidense. En realidad, yo no distingo a Bach o Beethoven de Duke Ellington”, dijo durante la entrevista del pasado mes de noviembre. “Sin Louis Armstrong, Billy Strayhorn, Sidney Bechet o Don Byas no habrían existido los Beatles, ni todo lo que vino después. Hoy ya no hay la música. Pones la televisión y no suena Billie Holiday, es por eso que el mundo no marcha bien”.
Fue hombre de ideas firmes hasta el final. Mucho antes de que otros de sus contemporáneos tomaran parecida senda religiosa, decidió convertirse al islam en 1950. Así fue como Frederick Russell Jones, al que de niño llamaban Fritz, se convirtió en Ahmad Jamal, aunque de eso tampoco le gustaba hablar. Entre las condiciones que puso para conceder la entrevista a EL PAÍS figuraba, entre otras, la prohibición de sacar a colación la orientación de sus creencias durante la charla.
Jamal nació en una familia baptista en Pittsburgh el 2 de julio de 1930. Hijo de un obrero metalúrgico y un ama de casa, vino dotado con un precoz y descomunal talento musical, que lo mismo mamaba de los grandes del jazz, como de Bach, Claude Debussy o Erik Satie. Según la mitología personal que se encargó de fijar en sus encuentros con la prensa, ocasiones en las que acostumbraba a mostrarse elocuente, empezó a los tres años a tocar el piano. También contaba que su carrera profesional había empezado “a los 10”, ese día en que se estrenó “con un grupo de músicos de cincuenta y tantos años”, que “no se podían creer” que ya se supiera al dedillo “el repertorio”.
Entonces corría el año 1940, Europa estaba en guerra, y aún no había estallado la revolución del bebop, que desharía durante esa década las costuras del jazz tradicional. Jamal partió de esas enseñanzas para crear su propia versión, elegante y sosegada, que se demostró enormemente exitosa cuando, junto al contrabajista Israel Crosby (fallecido en 1962) y el baterista Vernell Fournier (1928-2000), actuaba al frente de la banda del hotel Pershing, de Chicago, y juntos grabaron uno de los álbumes más famosos de la historia del jazz: At The Pershing. But Not For Me (1958).
Una versión de una tonada pop de los treinta llamada Poinciana, que abría la cada B, los catapultó a las listas de éxitos, de las que no se apearon durante 100 semanas, casi dos años, por más que hoy cueste creerlo. Jamal revisitó durante décadas esa composición, a la que su nombre quedó irremediablemente unido. Lo mismo hizo con un nutrido repertorio de canciones a las que se mantuvo fiel, desde standards a, cada vez más con el pasar de los años, composiciones propias, que lograba repetir una y otra vez sin caer en la rutina.
El éxito temprano provocó que muchos críticos y aficionados tomaran la costumbre de mirarlo por encima del hombro, aunque esos prejuicios no lograron distraer a uno de los más grandes librepensadores del jazz, el trompetista Miles Davis. “[A mediados de los cincuenta] admiraba su lirismo [de Jamal] al piano, su estilo de tocar, el espaciado que usaba en la expresión conjunta de sus grupos. Siempre he pensado que no tenía el reconocimiento que se merecía”, se puede leer en la edición más reciente en castellano de su autobiografía (coescrita por Quincy Troupe). En otra ocasión fue aún más allá al decir: “Toda mi inspiración proviene de Ahmad Jamal”.
Entre los músicos actuales que lo han reivindicado como una influencia destaca la estrella de pop jazz Jon Batiste o el crooner británico Jamie Cullum, dedicado coleccionista de sus discos. Algunos de ellos corrieron a demostrar su respeto por el maestro en las redes sociales al conocerse la noticia este domingo a última hora de la tarde en Estados Unidos.
En los años sesenta, Jamal fue prolífico, como exigía una industria a la que supo coger la medida: estableció una relación de mutuo aprovechamiento con el sello Argo, la división jazzística de la mítica discográfica de blues de Chicago Chess Records, y se embarcó en otros negocios, como un club, en el que no se servía alcohol, por mantenerse fiel a su credo musulmán, y que bautizó con el nombre de Alhambra. Cuando su suerte de empresario cambió, se mudó a Nueva York tras su primer divorcio, una separación que acabó en los tribunales, y anduvo retirado durante tres años.
En la década siguiente grabó una serie de influyentes discos para el sello Impulse!, entre los que destaca la obra maestra The Awakening (1970). Fue una influencia en diferido: en muchos sentidos, su semilla quedó dormida durante décadas, hasta que los artistas de hip-hop, de Jay-Z a Common, y de Madlib a De La Soul, redescubrieron esos álbumes en los años ochenta y noventa y los empezaron a reciclar para crear una música nueva y refrescante. El pianista solía quejarse de que no siempre le fue fácil lograr que le pagaran por esos préstamos.
Como le sucedió a tantos jazzmen, cuando Estados Unidos apartó el foco de su música, Europa, y especialmente Francia, donde era venerado con auténtica pasión y donde grabó en sus últimos tiempos, acudió al rescate. No en vano, era Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. También fue honrado como Jazz Master en 1994 por el National Endowment for the Arts y la Academia estadounidense de los Grammy le concedió un reconocimiento a toda su carrera en 2017.
Siguió en la carretera hasta que llegó la pandemia y mandó parar. Su último concierto lo brindó en el Kennedy Center en Washington, antes de recluirse en familia en su casa de Massachusetts, donde meses después sobreviviría al coronavirus. “Lo cogimos todos a la vez. Mi hija, mis dos nietos y yo”, recordó durante la entrevista con EL PAÍS. Los tres han quedado ahora como sus únicos supervivientes.
El motivo de esa entrevista fue el rescate de dos discos de grabaciones en directo inéditas, registradas en el club Penthouse, de Seattle, entre 1963 y 1966 (Emerald City Nights). A sus aficionados les queda ahora, además del regreso a su vasta discografía, el consuelo de que Jamal aprobó antes de morir al productor Zev Feldman la publicación de un tercer volumen de cintas registradas en ese mismo lugar, entre 1966 y 1968.